viernes, 3 de octubre de 2014

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En los brazos de la Lectora Ideal

Pasas la eternidad con tu lectora ideal follando, riendo (cada vez que la sodomizas, jugáis a que tú eres Ulises y ella Polifemo), leyendo, comiendo fresas, escribiendo historias que siempre, siempre te aplaude. Es bueno ser escritor. 


FIN

Disparas a la Lectora Ideal

Enhorabuena, le has metido un tiro entre ceja y ceja al impulso creador de los escritores de este país. Acabas de cargarte la literatura. Al menos, la literatura española, causando un daño irreparable a la cultura nacional. Así, cuando los GEO te sacan de allí ahora que el hechizo que protegía la sala ha terminado (los libros empiezan a convertirse en polvo), sabes que tu suerte está echada. Te llevan ante el ministro Wert, que te condecora. 


FIN

Le pegas un tiro a Reverte

Esto se lo has visto a Indiana Jones y no es tan difícil como usar un látigo: disparas repetidas veces contra Pérez-Reverte, que te llama cabronazo e hijoputa antes de morir. 
En el centro de la estancia, justo donde el pentagrama invertido, encuentras una trampilla que cede con facilidad. Una escalerilla de mano desciende hasta las profundidades. Quizá sea la entrada al infierno, piensas. O un pasaje al centro de la Tierra. Dante o Verne, ¿cómo saberlo, salvo descendiendo? Y has llegado muy lejos para volver atrás ahora. Además, te parece escuchar a los GEO irrumpiendo en el edificio al son del Horst-Wessel-Lied. 
Con cuidado, inicias el lento descenso. Considerando las circunstancias, el pasadizo está limpio. Y huele a gardenias y a diversos recuerdos difusos. 
Tras veinte minutos, llegas al final de la escalera. Estás en un corto pasillo, frente a una puerta de madera. Dudas brevemente si tocar o entrar por las buenas, decidiéndote por esto último (después de haberte cargado a los académicos, te parece un poco hipócrita ir pidiendo permiso antes de entrar).
Bajo una cálida luz, una hermosa joven te sonríe tendida en una cama. Va vestida con un vaporoso vestido blanco que en casi nada oculta su anatomía perfecta. Alrededor de la cama se amontonan innumerables libros: en las estanterías que cubren las paredes, en las sillas, en el suelo. 
—¿Quién eres, oh, dulce aparición? —dice el cursi que llevas dentro. 
—Soy tu Lectora Ideal —responde con voz sensual, produciéndote una corriente de placer que desciende por la médula espinal hasta los cuerpos cavernosos de tu pene. 
—¿Qué? —atinas a preguntar. 
—Todos los escritores tienen un Lector Ideal para el que escriben sus obras. Algunas veces, ese Lector Ideal son ellos mismos; los hay muy egocéntricos. En ocasiones, es una persona real. Otras, una idea un tanto general, indeterminada. Pero todos tienen su Lector Ideal: yo soy la tuya. 
Tiene sentido que tu lectora ideal sea una tetuda de diecinueve años, piensas, pero todo esto parece demasiado bonito para ser real. ¿Estará cortada la coca con LSD? 
—Ven —dice la exquisita mujer—, ven a mi lado, mi escritor. Amémonos. Leamos. Escribamos. 


Tiras un dado

Sacas un seis. ¡Muy bien! El problema es que Reverte tiene una espada y se niega a lanzar un dado para ver qué resultado obtiene usándola. Es más práctico y simplemente te atraviesa con ella como si fueras un pincho moruno. 


FIN

Atracas la Real Academia de la Lengua

Llevando en los bolsillos el revólver, las granadas y la cocaína que te suministró Coelho, te aproximas al monumental edificio de oro y mármol de la Real Academia Española. Hace un hermoso día, las mocitas madrileñas van alegres y risueñas y con soltura subes las escaleras que conducen a la entrada. Unos pasos más silbando una alegre melodía y ya estás dentro. Todo marcha a pedir de boca hasta que un bedel estornuda y tu reacción impetuosa consiste en volarle la tapa de los sesos con un certero disparo. Una secretaria grita y también la abates de un tiro. Tienes que calmarte, hombre, ¿ves lo mala que es la coca para los nervios? Para ganar tiempo, arrojas una granada a un lado y luego otra al contrario. 
Te abres paso por el pandemónium de lamentos y gritos y avanzas por un largo pasillo que desemboca en una amplia cámara. Los académicos, vestidos con túnicas negras, celebran una misa satánica, piensas al principio, pero en realidad estaban votando en ese momento una moción de Mario Vargas Llosa para aprobar el neoliberalismo en la literatura y de esa manera poder subcontratar escritores y deslocalizar novelas. Al notar tu presencia, comienzan a insultarte en castellano antiguo; tú les lanzas unas granadas como única respuesta. 
Cuando se disipa el humo, ves a Arturo Pérez-Reverte ante ti. Va vestido de Alatriste y empuña una espada. Si fueras un escritor británico y de buena familia, habrías practicado esgrima en la universidad, pero al ser español y de clase media no has estado más cerca de usar una espada que en las partidas adolescentes de rol. 


Vuelves al pueblo

Coges el primer autobús de la mañana y en un periquete (ocho horas) estás de vuelta en el pequeño pueblo extremeño en el que creciste: Secarral de los Duques. Caminas por sus calles sin asfaltar y comprendes que tu lugar está aquí, con la gente sencilla, lejos del cruel mundillo literario. Saludas al señor cura con una gran sonrisa, él no te reconoce y lanza agua bendita en tu dirección, lo habitual con los forasteros. Matías, el tonto del pueblo, enseña el pene a unas niñas. Las señoras, vestidas de negro, se reúnen en corro y comentan los últimos fallecimientos. 
Estás en casa. 
Tu madre te recibe con un gran abrazo. Tu padre duerme la mona tendido en mitad del zaguán. Un perro bosteza en un rincón. 
Pasan los años, pones un negocio de reparación de bicicletas, conoces a una buena chica temerosa de Dios, te casas con ella, tenéis hijos. Lo normal. Ya casi nunca lees, salvo el periódico. A veces, en el bar, comentas tus años en Madrid, cuando eras literato, y todos te observan con admiración. Hay quien dice que tendrías que presentarte a alcalde, que eres un intelectual, un hombre de mundo y podrías modernizar el pueblo. Tú siempre niegas con la cabeza, horrorizado. 
A veces, cuando todos duermen, te asomas a la ventana y te preguntas si podrías haberlo conseguido. Si podrías haber seducido a la literatura y tenido con ella un romance fructífero para los dos. Pero te resignas y admites que al final no saliste malparado del todo. Al fin y al cabo, nadie ha venido a buscarte todavía por aquel cadáver en la bañera. 


FIN

Te haces amigo de Paulo Coelho

Coelho es un tío de puta madre. Aunque puede que en este juicio influya que ya te ha invitado a un par de copas y empiezas a no discurrir muy bien. 
—O universo sempre conspira a favor de sonhadores —te dice mientras una prostituta le pone las tetas en la cara. 
—Yo quería ser escritor —lloriqueas con una copa en la mano, como los tipos elegantes—, pero el universo conspira contra mí. El universo literario. 
—Deus criou o deserto para que o homem pudesse sorrir com palmeiras. 
Das otro sorbo a la bebida, que tiene más sentido que sus frases. 
—Tengo una novela —insistes—, pero está sin terminar, siempre me estrello contra ella. No encuentro las palabras necesarias, supongo. 
—Devemos tomar as palavras de sua fonte —dice antes de esnifar un poco de coca de las tetas de otra puta. 
—Eso está muy bien, sí, pero ¿dónde está esa fuente? ¿Tengo que hacer como Ponce de León y buscarla en Florida? 
—A fonte é a Real Academia Espanhola, é claro. Ela está cheia de palavras. Todas as palavras castelhanas estão lá. As guardam debaixo da terra, numa câmara blindada. 
—¿Eso qué significa? ¿Es una forma de sugerirme acaso que atraque la RAE? 
—Um homem tem que fazer o que um homem tem fazer. 
No creías que dirías esto jamás, pero Paulo Coelho tiene razón. Atracar la Real Academia sería dar un puñetazo en la mesa, decir no a todos los desaires. En el peor de los casos, llamarías la atención. También podrías quedar como Tejero, claro, pero es un riesgo que hay que correr. 


Atacas a Coelho

¿Es loable matar a Paulo Coelho? Sin duda. Pero es complicado. Muy complicado. Sobre todo porque se trata del Anticristo y tiene poderes más allá de tu comprensión. Como convertirte en chinchilla con un simple parpadeo cuando te aproximas a él con intenciones homicidas, por ejemplo. Por suerte para ti, una prostituta bielorrusa se apiada de tu nueva condición y te adopta, instalándote en una confortable jaula en su casa. Semanas después, es deportada a su país y la acompañas a un no tan acogedor hogar en Minsk. Quizá alguien escriba en el futuro ¡Eres una chinchilla en Minsk!, pero por ahora ha llegado el 


FIN

Vas al bar

El bar está lleno de mujeres que se contonean con poca ropa y de hombres borrachos que observan con ojos hambrientos sus movimientos sicalípticos. Tú intentas aparentar que eres un hombre de mundo y con decisión te acercas a la barra, pones tu maletín sobre ella y pides un gin tonic de manzana. El camarero te sirve un ron con Coca Cola y, por no discutir delante de las prostitutas, te lo bebes. 
Observas a la concurrencia y te embarga la tristeza. La literatura es un poco como esto, piensas, aunque no tienes claro si los escritores son las putas o más bien los clientes, solitarios y anhelando algo de cariño. Quizá los lectores sean como putas de alto standing y sólo algunos autores puedan permitírselos. 
Autores como Paulo Coelho, que trasiega whisky como un poseso en una mesa, con una puta sentada en cada uno de sus muslos. 

Atacas a Herralde

Siempre temiste que una reunión tuya con Herralde acabaría mal, con un muerto o dos, así que estabas preparado de alguna manera para este momento en el que tus dedos rodean la garganta de Herralde, que te mira con los ojos muy abiertos. Estos mismos ojos que contemplaron el rostro de Bolaño, piensas. Y el de Vila-Matas. Y la última cara que van a ver será la tuya. Se te humedecen los ojos de emoción. A él también se le ponen vidriosos, pero por otros motivos. 
Sin embargo, otras manos deshacen el nudo mortal de las tuyas en el último momento. Las manos de un joven autor (reconoces su condición porque lleva un fular en esta época del año). 
—¡Herralde, yo te salvo! —grita como un justiciero. 
—¡No, yo te salvo! —grita otro joven autor, saliendo de detrás de un arbusto. 
—¡Yo, yo! —corean otros autores que corren al auxilio del veterano editor. 
Los autores, que claramente deambulaban por el parque por carecer de oficio y beneficio, han visto la oportunidad de ganarse el favor de Herralde y, quizá, publicar, convirtiéndote en pulpa a puñetazos y patadas. 


FIN

Acosas a Herralde

Esto de Herralde dando de comer a las palomas es una metáfora, piensas. Los escritores somos las palomas, las ratas del aire, que nos arremolinamos alrededor de los editores, que nos dan de comer migajas. Migajas por las que nos peleamos. 
Cavilando si sería adecuado agredirle con el maletín en vez de hablarle amablemente, te aproximas al anciano, que levanta la vista. 
—Buenas tardes —dice con voz herraldiana. 
—Buenas tardes —respondes en un plagio evidente—. ¿Le importa que me siente? 
El no tan falso Herralde se encoge de hombros. Te sientas a su lado. Las palomas te miran dubitativas, como preguntándose si vienes a darles pan o robárselo. 
—Soy escritor —dices al cabo de medio minuto. 
—¿Quién no lo es hoy? Pero yo ya no me ocupo de esos asuntos, ¿sabe? Por mí, como si los italianos montan una pizzería con la editorial. 
—Jo —dices. 
—Anagramma —musita—. Anagramma. No sé, joven, hay que saber cuándo decir adiós. No queremos ser un invitado coñazo. En esta vida se puede ser cualquier cosa menos un coñazo, que decía Michi Panero. Demasiado tiempo dediqué a los surcos negros de la literatura. Tantos escritores arando el papel y llamando a mi puerta para vender sus mieses mustias. No. Ya basta. Que se ocupen los italianos. 
—Pero es que mi novela… —insistes. 
—Ya, lo sé. Su novela es especial. Porque la ha escrito usted. Todos nos sentimos especiales. Nuestra vida es una proyección privada en nuestros ojos. ¿Cómo vamos a ser corrientes? Imposible. 
 —Pero usted es un dios para mí y me sentiría muy honrado si… 
—¿Sabe lo que pienso últimamente? Que Dios era un niño pequeño que se cansó del mundo al madurar. Pasó esa etapa y se olvidó de los juegos. Se casó, buscó un trabajo honrado, tuvo hijos (no sacrificables). Esas cosas. Todos nos retiramos, amigo. Hay que saber decir adiós, repito. 
Y te mira fijamente. Está claro que es una invitación para que te largues. 

Te la chupan

La puta y tú os escondéis detrás de un árbol y, amorosamente, como una madre, te baja la cremallera (vale, quizá no como una madre). Se introduce tu pene en la boca y empieza a succionar. Te preguntas qué podría salir mal. Quizá sea una vampira y vaya a sacarte la sangre y no otro fluido. O una mujer loba y, al aparecer de improviso la luna llena entre las nubes, se transforme y te arranque el pene de un mordisco. O quizá sea epiléptica, tenga un ataque mientras te hace la felación y apriete con todas sus fuerzas las mandíbulas, dejando escapar de ellas sólo una espuma sanguinolenta. En resumen, que tienes un miedo atroz a que te muerda la polla, lo que hace que no se te ponga muy dura que digamos. 
Tus temores parecen volverse realidad cuando escuchas un crujido, pero no abajo, sino arriba. Alzas la mirada y lo último que ves es una rama grande, pesada y dura (no como tu polla) que te rompe la cabeza. 


FIN

Le dices a la prostituta que no

Negando con la cabeza, rechazas el ofrecimiento de la meretriz, que no se lo toma nada bien.
—Nadie rechaza estos labios y vive para contarlo —dice con exagerado dramatismo. 
Con esos mismos labios que has rechazado, silba y se presenta su chulo, un tipo patibulario de más de dos metros. Es evidente que no lo ha llamado para que tengáis una discusión socrática, sino para que te parta los huesos por tu timidez a la hora de aceptar felaciones no gratuitas. 
—Yuri, mátalo —dice con naturalidad. 
El tal Yuri se abalanza sobre ti y te atiza un terrible puñetazo en la boca como prólogo de lo que inmediatamente sigue. Antes de morir, te preguntas qué recomendarán en los talleres literarios para situaciones así. 


FIN

Afrontas el peligro

Dostoievski es mi pastor; nada me falta, musitas. Y de entre las sombras emerge una larga puta que con una agradable sonrisa te pide fuego. Te imaginas de pronto que esto es una mezcla de Noches blancas y Crimen y castigo (tal vez el editor muerto de tu bañera desempeña el papel de vieja usurera en esta versión). 
—¿Qué haces aquí tan solo, bonito? —pregunta la prostituta, con marcado acento rumano—. Te van a comer las musarañas. 
—¿No hace una noche preciosa? 
—Será para ti, guapo, yo estoy trabajando. Mira qué tacones. ¿A ti te parece humano esto? Con estos tacones podría ayudar a los bomberos a bajar gatos de los árboles. ¿Quieres una mamada rápida? Son veinte euros. 
No estás acostumbrado a pasar tan rápido de hablar de gatos a sexo, aunque esto se parece un poco a internet. Dudas. Piensas que los grandes escritores son todos unos crápulas, pero a saber dónde ha estado esa boca antes. Seguramente en las entrepiernas de otros escritores, también en esto llegas el último. Te preguntas si al menos usará un buen enjuague bucal después de cada servicio. Aguarrás o algo así. 


Dejas tranquilo al falso Herralde

¿Qué pinta el insigne editor en un parque madrileño a estas horas? De tener la súbita necesidad de alimentar a las palomas en un parque, lo haría en Barcelona, que le queda mucho más cerca. Está claro que el asesinato no le ha sentado nada bien a tu salud mental. Este anciano del parque no es un gigante (de la edición) ni un molino de viento, sino simplemente un señor mayor que da de comer a las palomas. En todo caso, podrías quejarte de que este anciano sea un estereotipo, pero a ver si te crees que la tercera edad de la ciudad está aquí para distraerte con originalidades. 
Sintiéndote culpable, dejas de mirar al anciano, que un rato después se levanta del banco y se marcha, seguramente a casa. Pronto oscurece y el parque se convierte en un lugar tenebroso, más propio de una película de la Hammer (pero con mejores decorados). Escuchas ruidos animalescos en la oscuridad y te imaginas que son las erratas de tu novela, que se arrastran entre la maleza, prestas a devorarte. Es un pensamiento poco tranquilizador, así que intentas razonar. Quizá sean yonquis, piensas. O neonazis. O yonquis neonazis, si es que existe eso. 
Te pones en pie de un salto casi olímpico cuando escuchas un chasquido a pocos metros de ti. 


Vas al parque

Empieza a oscurecer, pero todavía juegan niños en el parque. Escribir es como volver a la infancia, piensas. A una infancia masoquista. Con yonquis de los años ochenta en los parques y cosas así. 
Te sientas en un banco. Intentas mullirlo un poco con los dedos, pero sigue igual de duro. En cualquier caso, esta noche será tu cama, si es que no lo ha reclamado ya algún vagabundo veterano. En esto de la indigencia seguramente también haya camarillas y clanes. Tú acabas de llegar y ocupas el último lugar del escalafón, una constante en tu vida. 
Sentado en un banco próximo al tuyo, un anciano da de comer a las palomas. Se parece un poco a Herralde, piensas. De hecho, se parece mucho. Cuanto más lo miras, más Herralde es. 
Y tú llevas una novela en el maletín. 


Te embarcas

Decides imitar a Rimbaud y embarcarte como marinero para África, la tierra de las oportunidades. Pero entonces recuerdas que estás en Madrid y que el puerto más cercano te queda muy lejos para alcanzarlo hoy. Menos mal que los transeúntes no pueden leerte los pensamientos. 


Huyes

Podrías llevarte tu novela en un pendrive, pero para mayor efecto dramático la imprimes y metes las setecientas páginas en un maletín. A partir de ahora serás un escritor itinerante, decides. Serás como el Equipo A y viajarás por la geografía española resolviendo diversos entuertos literarios. 
Sales a la calle. Nadie te mira, la gente ignora que eres un fugitivo acusado de un crimen que no has cometi… bueno, sí que lo has cometido, pero tenías tus razones. La presión literaria, por ejemplo. La vieja e interminable guerra entre editores y escritores. El rencor de tantos sinsabores. Ninguna de estas cosas podría entenderla un juez normal, por eso tienes que darte a la fuga. Si hubiera tribunales literarios… No los concursos, claro, que están amañados, sino algo así como Derecho Literario. 
Cae la tarde en la ciudad y tienes que decidir tu destino. 


Avanzas en el tiempo

Cierras los ojos, te concentras y avanzas en el tiempo. Concretamente, unos segundos. Más concretamente, los segundos que estás con los ojos cerrados. Parece ser que no estás en un libro de La máquina del tiempo. ¡Facilitaría tanto las cosas! 


Asesinas al editor

Le dices al editor que es una oferta muy interesante, pero tienes que consultarla con tu vidente. Esto le desconcierta durante unos segundos, tiempo que aprovechas para deslizarte con sigilo detrás de él y golpearle una y otra vez en la cabeza con el palo de golf que te compraste para hacerte el interesante hace unos años. El hombre cae exánime al suelo. 
Por las molestias, le quitas la cartera, pero sólo lleva veinte euros y la tarjeta de un bar de striptease. Después trasladas su cuerpo al cuarto de baño, pues la visión de un cadáver podría distraerte mientras escribes, y lo metes en la bañera. Quizá tendrías que ponerlo en hielo o descuartizarlo, pero no tienes experiencia en estas lides. La verdad es que no recuerdas que ningún otro escritor guardara muertos en casa, ni siquiera Poe. 


Le das tu novela

El editor descarga tu novela en un pendrive y os despedís con un apretón de manos. Tu primera obra publicada, piensas con alborozo mientras te arrellanas en el sofá. Por fin has perdido la virginidad editorial, ¿qué dirán ahora todos los que nunca confiaron en tus posibilidades? Tus amigos, tu familia, tus ex novias. ¿Qué dirán cuando vean publicada tu novela? Pues no dirán nada, gilipollas, que no sabrán que es tuya. Y encima has cedido tu novela sin firmar un contrato ni nada. ¡A quién se le ocurre! 


FIN

Dejas que lea tu novela

—Esto es maravilloso —dice tras unos minutos de lectura—. Es como si no siguiera usted ninguna norma lógica. Parece el collage de un perturbado. 
Te encoges de hombros, dudando qué responder. 
—Encajaría a la perfección en nuestro catálogo. Ya estoy imaginando la reacción de los críticos: «La editorial Clochard revoluciona la literatura patria con una obra terrorista». 
—Quiero un millón de euros en billetes pequeños —estás a punto de decir, pero se te adelanta.
—Hay un pequeño inconveniente, claro. Y es que no tiene usted nombre. Además, su cara es muy anodina. ¿No le han dicho nunca que tiene usted un rostro soporífero? Y hoy en día la literatura es sobre todo marketing
—Oiga, ¿y qué pasa con el arte? 
—No me sea comunista. Ya no hay lugar para las ideologías en este mundo globalizado. Mandan los mercados, que quieren leer a tipos atractivos, aventureros, famosos. Rollo Indiana Jones. O James Bond. Y no parece usted ni lo uno ni lo otro. 
Bajas la cabeza. Tiene razón. No sabes manejar un látigo ni seducir hermosas mujeres a golpe de Martini con vodka. 
—Le diré lo que podemos hacer. Yo me llevo su novela y la publico a nombre de un escritor de la casa. Si va bien, le daremos a usted un porcentaje de los beneficios. La cantidad exacta ya la determinaremos más adelante. ¿Qué le parece? 


Le das una patada en los cojones al editor

En nombre de todos los escritores pasados, presentes y futuros, le propinas la madre de todas las patadas en los huevos. O lo intentas, más bien, que los editores siguen un curso de varias semanas con los monjes shaolín para aprender técnicas de defensa personal, a ver si te crees que eres el primer escritor que intenta agredir a uno de ellos. Sin apenas esfuerzo, el editor esquiva tu patada y de un golpe certero te saca el corazón por la boca y, lo que es todavía peor, acto seguido te roba la novela, riendo todo el rato como un villano de película. 


FIN

Dejas pasar al hombre

—Será un placer publicar con ustedes —dices—. Precisamente ahora mismo estaba terminando de escribir una novela. 
—Oh, perfecto. ¿Puedo echarle un vistazo? 
Buena pregunta. ¿Queremos que este desconocido ponga sus infectas manos sobre nuestra novela? Nuestro bebé, por el que tanto hemos luchado. Por otra parte, ningún editor te va a publicar nada sin leerlo antes, que no eres un presentador de la tele. 


Descuartizas el cuerpo

Esto lo has visto mucho en las películas, pero en casa careces del instrumental adecuado. Pruebas a sujetar un brazo pinchándolo con un tenedor mientras intentas seccionarlo con el mejor de tus cuchillos, pero está claro que esto no es un filete cualquiera. Es una tarea para largo, lo que no te viene nada bien, pues el rigor mortis va contra tus intereses. 
Días después, cuando te encuentra la policía, todavía no has terminado de convertir el primero de sus brazos en cómodas y transportables rodajas de carne. 


FIN

Matas al hombre

Matar gente en los umbrales —por cierto, buen título para una novela— parece contraproducente, así que invitas al desconocido a pasar y, ya en tu propiedad, le asestas un avieso golpe en la nuca con el busto de bronce de Dostoievski que compraste en el Rastro. El hombre, como única respuesta a este acto criminal, fallece obedientemente sobre las baldosas del pasillo. Tener un cadáver obstaculizando el paso es un engorro, así que arrastras el cuerpo hasta el cuarto de baño, depositándolo en la bañera. Ya está, un problema menos. 
Impelido por la curiosidad y, por qué negarlo, la falta de dinero, registras al muerto. Veinte euros en la cartera y una tarjeta de un puticlub. Lamentable botín, no podrías subsistir asesinando y robando a la gente que llamara a tu puerta (por lo visto, hay ocupaciones menos lucrativas que la literatura). 
Te preguntas qué hacer ahora que has asesinado a una persona. 


Abres la puerta

Como la buena educación es importante, te vistes antes de abrir la puerta, preguntándote si serán mormones o testigos de Jehová. 
—Buenas, soy un editor a domicilio —te dice el extraño hombrecillo que espera sobre el felpudo de entrada—. ¿Le interesaría publicar con nosotros? 
Miras al tipo durante unos largos e incómodos segundos. La idea de editores llamando puerta a puerta para ofrecer publicar a desconocidos parece poco lógica, pero quizá sea lo último en hipsterismo.


No abres la puerta

Te introduces algo de plastilina en las orejas y continúas tu labor humanitaria hacia la literatura española. Esta novela. Esta novela que es como la Medusa, no puedes mirarla o te convertirás en piedra. Esta novela va a salvar al país. Personajes llenos de vida, diálogos chispeantes, descripciones que conmueven el corazón y la vejiga. Qué dominio del lenguaje. Supones, claro, que no estás prestando atención a lo que escribes, por si acaso. Pero no importa, tú eres un genio, siempre lo has sabido, desde pequeñito (una vez te lo dijo un profesor, aunque no recuerdas si estaba siendo sarcástico). Estabas destinado a escribir esta novela, que marcará un antes y un después; eres el rey Arturo y esta novela es Excalibur. 
Vuelan astillas de madera a tu alrededor, lo que te parece raro en esta época del año. Te giras y ves que los bomberos han derribado la puerta, seguramente alertados por la persona que antes llamó al timbre y no obtuvo respuesta. Detrás de los bomberos está tu casero, que te reclama el pago de los últimos tres meses de alquiler, además del importe de la puerta. 


FIN

Sigues escribiendo

Tecleas con una sonrisa de maníaco. Esto marcha. Tal vez tendrías que empezar a tomar clases de sueco, para saber qué decir cuando te den el Nobel. No tienes idea de qué estás escribiendo, pero la velocidad de crucero que llevas parece buena. Huele a obra maestra, aunque a lo mejor es que te has dejado el gas abierto. 
En ese momento, suena el timbre de la puerta. 


Te suicidas

Otros grandes autores se suicidaron, ¿por qué no tú? Tu ego es al menos tan grande como el de ellos, aunque ellos fueron lo bastante previsores como para dejar una obra importante detrás. Da igual, dejar la novela a medio terminar es como ser Kafka, pero sin sus orejas. 
Convencido de estar haciendo lo correcto, abres la ventana y contemplas la calle, llena de transeúntes que deambulan sin imaginar que están a punto de ser testigos de un momento cumbre en la historia de la literatura. Como la posteridad recuerda estos detalles, te pones unos pantalones antes de salir a la cornisa. 
Abajo, alguien da un bocinazo y te llega segundos después, muy lejana, una discusión de tráfico. Sientes la brisa veraniega en el rostro y el olor un tanto difuso de la panadería de la esquina. El leve zumbido del aparato de aire acondicionado del vecino. Las nubes de Baudelaire. Es bonito estar vivo, después de todo. Y piensas en la novela, la novela y sus cantos de sirena. No es hermosa, pero te ama. A su manera. Tú también la amas. A ratos, al menos. ¿No vale la pena vivir para intentar arreglar lo vuestro? Tantas promesas que os hicisteis. Os debéis una última oportunidad. 
Desafortunadamente, resbalas con una mierda fresca de paloma y te precipitas al vacío. Sin las orejas de Kafka, que quizá te habrían permitido planear. 


FIN

Le dices a tu madre que eres adoptado

—Mamá, tengo algo que decirte: soy adoptado. 
—¿Qué tontería estás diciendo? Si te llevé nueve meses en mi vientre. ¿Es que tomas drogas, hijo? Todos los escritores sois unos drogotas. 
—Tu embarazo fue psicológico, nunca sucedió en realidad. Fue todo cosa de papá, que te llevó a un espectáculo de magia y el hipnotizador te convenció de que estabas encinta. 
—Yo nunca he ido a un espectáculo de magia con tu padre. 
—Claro, no lo recuerdas por la hipnosis, pero papá me lo contó todo. A los nueve meses me compró a una familia de traperos y hasta hoy hemos mantenido la farsa. 
—Eso es imposible —solloza tu madre. 
—Pregúntale a papá —dices y cuelgas el teléfono. 
Esto de fabular es bonito: acabas de hacer llorar a tu madre. 


Contestas el teléfono

Es tu madre, que se queja con amargura de que nunca la llamas.
 —Lo siento mucho, mamá —dices—. Es que estoy muy ocupado últimamente. La novela, ¿sabes?
—¿Todavía sigues con esa tontería de ser escritor? Nos preocupas, hijo. A veces pensamos que te has metido en una secta. 
—Nada de eso, ya quisiera yo pertenecer a alguna de las sectas literarias importantes, pero no aceptan nuevos miembros. 
—¿Cuándo vas a buscar un trabajo de verdad? Mira a tu hermano, que es un abogado de éxito. 
—Mi hermano defiende a criminales, mamá. 
—Lo que quieras, pero es un trabajo serio y respetable. 


Escribes

Con la mejor de las disposiciones, escribes. Pero sin mirar la pantalla, por si acaso el resultado es decepcionante. Miras por la ventana mientras tecleas desaforadamente. La vecina de enfrente tiene cortinas nuevas. La vida, la vida necesita cortinas para ocultar su fealdad, piensas y te preguntas si podrías incluir esto en la novela. Decides que no pierdes nada por probarlo, que, total, llegados a este punto, todo es susceptible de ser considerado literatura. «Esto es una novela experimental», declaras mentalmente en una entrevista imaginaria, «lo que quería era llevar la literatura hasta sus límites, ponerla contra las cuerdas, como en un combate de boxeo». 
De pronto, suena el teléfono. 


Ves más porno

Ves otro vídeo. Después, otro vídeo más. Y otro. Eres incapaz de parar, has caído en el pozo de la pornografía, como dicen en las webs cristianas. ¿A quién le interesa la vida real cuando puedes evadirte con sodomías varias? Con la única compañía de los gemidos que salen de los altavoces del ordenador, dices adiós a la literatura y a la vida y te sumerges para siempre en una espiral de masturbaciones continuas. 


FIN

Ves porno

A Tori Black le introducen infinidad de centímetros de polla en todos sus orificios, como si no hubiera un mañana. Y sin perder la sonrisa. Esto te recuerda que hace tiempo que no estás con una mujer. ¿Habrá cambiado mucho el sexo? ¿Cuáles serán las nuevas tendencias? El porno te permite estar más o menos al día, pero nunca se sabe, quizá sea una exageración de la realidad.
Tal vez la literatura te devuelva a la senda correcta. La senda de las mujeres reales y fascinantes que se acuestan con escritores de éxito. Escritores de éxito como algún día serás tú.


¡Eres escritor!

Portada provisional

Te levantas de la cama. Son las cinco de la tarde y te espera un largo día de escribir. Hoy es el día. Hoy vas a terminar por fin la novela. La novela. El Santo Grial. Los personajes corren como gallinas descabezadas por sus páginas, pero no importa. Ya le dará sentido el lector. ¿Qué esperaban? No ibas a hacer tú todo el trabajo, que el lector ponga también de su parte. Hay que arrimar el hombro, estamos todos juntos en esto. 
Enciendes el ordenador, que emite un pitido de protesta. Tendrías que comprarte uno nuevo, pero no te alcanza el dinero. Quizá con los royalties de la novela, fantaseas. Porque esta novela va a afectar a toda una generación, va a tocar a los lectores como un padre pederasta a su hija de corta edad. 
Abres el archivo de Word de tu novela. Oh, desfile de hormigas negras sobre la blancura pura del papel (digital). Qué frases tan certeras. Qué adjetivos. Qué verbos, incluso. Y todo eso lo has escrito tú, que estás ahora sentado en calzoncillos frente al ordenador. La vida es misteriosa, sin duda. 
Miras la pantalla y la pantalla te devuelve la mirada. ¿Cómo funcionaba esto? Habría que retomar la narración y teclear, claro. La teoría es sencilla. Sin embargo, algo falla. Todo molesta, hasta la propia piel. Pero esto es como montar en bicicleta, hombre. Sólo necesitas escribir una palabra, cualquier palabra, y todo vendrá rodado.