viernes, 3 de octubre de 2014

Acosas a Herralde

Esto de Herralde dando de comer a las palomas es una metáfora, piensas. Los escritores somos las palomas, las ratas del aire, que nos arremolinamos alrededor de los editores, que nos dan de comer migajas. Migajas por las que nos peleamos. 
Cavilando si sería adecuado agredirle con el maletín en vez de hablarle amablemente, te aproximas al anciano, que levanta la vista. 
—Buenas tardes —dice con voz herraldiana. 
—Buenas tardes —respondes en un plagio evidente—. ¿Le importa que me siente? 
El no tan falso Herralde se encoge de hombros. Te sientas a su lado. Las palomas te miran dubitativas, como preguntándose si vienes a darles pan o robárselo. 
—Soy escritor —dices al cabo de medio minuto. 
—¿Quién no lo es hoy? Pero yo ya no me ocupo de esos asuntos, ¿sabe? Por mí, como si los italianos montan una pizzería con la editorial. 
—Jo —dices. 
—Anagramma —musita—. Anagramma. No sé, joven, hay que saber cuándo decir adiós. No queremos ser un invitado coñazo. En esta vida se puede ser cualquier cosa menos un coñazo, que decía Michi Panero. Demasiado tiempo dediqué a los surcos negros de la literatura. Tantos escritores arando el papel y llamando a mi puerta para vender sus mieses mustias. No. Ya basta. Que se ocupen los italianos. 
—Pero es que mi novela… —insistes. 
—Ya, lo sé. Su novela es especial. Porque la ha escrito usted. Todos nos sentimos especiales. Nuestra vida es una proyección privada en nuestros ojos. ¿Cómo vamos a ser corrientes? Imposible. 
 —Pero usted es un dios para mí y me sentiría muy honrado si… 
—¿Sabe lo que pienso últimamente? Que Dios era un niño pequeño que se cansó del mundo al madurar. Pasó esa etapa y se olvidó de los juegos. Se casó, buscó un trabajo honrado, tuvo hijos (no sacrificables). Esas cosas. Todos nos retiramos, amigo. Hay que saber decir adiós, repito. 
Y te mira fijamente. Está claro que es una invitación para que te largues. 

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